domingo, 30 de octubre de 2011

Bienvenidos a Espacio Casiopea - Blog

Qué decir cuando tenemos que presentarnos en esta increíble tecnología de la Internet,
con sus páginas, sus blogs, sus redes sociales donde planetariamente todo el mundo está
conectado.
Lo primero que nos viene a la cabeza es poner quien soy y puedo decir: Soy

médica, especialista en tal o cual cosa, los cursos y congresos a los que he asistido y más
y más certificaciones.
Pero no es por los títulos obtenidos que estoy en este espacio, estoy

en este espacio porque de niña siempre quise ser médica y mi mente vuelve y evoca 
aquel viejo consultorio donde mi madre me llevaba cuando tenía algún problema de salud.
Un consultorio en una casa antigua en el centro de Carlos Paz, que en aquel tiempo era
un pueblito pequeño y como en todo pueblo había 4 o 5 médicos. Uno de ellos era mi
recordado Dr. José Ibáñez, un hombre chabacano y simple que atendía en su casa.
Su sala 
de espera era un gran espacio donde había unos viejos y cómodos sillones antiguos, un tanto desvencijados de tanto uso, un hogar con sus leños encendidos y sus
dos perros que 
dormitaban y movían su cola cuando entraba la gente. El ambiente era cálido, familar, la gente se conocía y aquel recordado hombre salía de su consultorio y saludaba a sus pacientes por su nombre de pila, preguntaba por la familia y siempre tenía una palabra amable para con sus enfermos.
Allí nació mi deseo de estudiar medicina, yo quería y soñaba que algún día tendría un
consultorio como aquel, un lugar acogedor donde mis pacientes se encontraran, 
departieran y recibieran mi ayuda.
Los años pasaron hasta que finalmente obtuve mi título de médica y
mi primer consultorio 
lo tuve en la casa del Dr. Ibáñez, aún recuerdo su expresión cuando me dijo, “Podes empezar a atender aquí, yo ya estoy viejo y vos recién estás donde tus primeros pasos”.
¡Mi sueño se había cumplido!
Luego los caminos de la vida me llevaron por hospitales, clínicas, servicios y salas de mi
querido hospital Domingo Funes y allí desarrollé mi carrera médica hospitalaria durante 30
años.
Pero a pocos años de caminar los distintos senderos de la medicina tradicional me di
cuenta 
que no me alcanzaba, una sensación de frustración comenzó a instalarse en mi cabeza y en mi corazón. Sentía que faltaba algo, la gente entraba y salía de mi consultorio con una receta, con un pedido de análisis, pero yo sabía poco y nada quien era ese ser humano detrás de mi escritorio. Y comencé a buscar otros caminos. Así llegué a la Homeopatía, otra opción terapéutica, desacreditada, bastardeada, denostada por la medicina oficial y mis propios colegas –“¡Qué van a hacer esas gotitas!” -, “¡Todo es efecto placebo!”, “¡No tiene fundamento científico!” “¡ Los homeópatas son chantas que hacen bajar de peso a la gente!”, y tantas descalificaciones más. Con el tiempo aprendí que confrontar era inútil y dejé de hablar de las bondades que estaba aprendiendo de la medicina homeopática.
Pero 
para estos tiempos yo ya estaba completamente consustanciada y apasionada por esta nueva posibilidad y herramienta que la ciencia me brindaba para atender a mis pacientes.
Mis consultas ya no eran unos estudios, un examen físico y una receta, mis pacientes
eran 
seres humanos, de carne y hueso, que sufrían, se angustiaban, tenían miedos, problemas familiares, existenciales. Conocía sus nombres, el de sus familiares y con el interrogatorio homeopático entraba en la intimidad de sus vidas, sus dramas, sus tristezas y sus alegrías.
Ellos desnudaban su sufrimiento y yo podía ayudarlos desde el aspecto físico –orgánico
y desde lo psicológico, buscando la mejor medicación homeopática para sus dolencias
y la palabra precisa y contenedora para darles la devolución adecuada a su sufrimiento
emocional. Pero además la farmacopea homeopática cuenta con medicación que cubre
los aspectos emocionales o mentales y esta era la herramienta justa y precisa que no
había 
encontrado en la medicina convencional.
Así mi carrera de médica giró 180 grados y pude empezar a hacer la medicina que había
soñado, aquella de la que me había enamorado de niña, una medicina integrativa, donde
no se estudian órganos aislados, donde todo tiene que ver con todo, donde los síntomas
y signos del enfermo tienen otro significado y adquieren otra dimensión y configuran la
totalidad física y psíquica de los enfermos. Una visión holística, aunque este es un
término 
que ya me suena a demodé, demasiado usado y sobreasado a mi gusto.
Sin dejar la rigurosidad de los estudios académicos de la medicina alopática fui abriendo
mi cabeza y mi corazón a otras posibilidades terapéuticas incluyendo las mal
denominadas 
en muchos casos “medicina alternativas”, me adentré en otras disciplinas y comprendí que todo es relativo, que hay otras herramientas para curar y acompañar a nuestros enfermos, que el pensamiento hegemónico es una limitación, que las grandes verdades siempre son verdades a medias, que no hay una sola razón de ser, sino múltiples posibilidades dependiendo del lugar de que se las mire, se las explore y se las analice.
Descubrí que los grandes paradigmas también tienen sus falacias, que no siempre
son ciertos ni confiables, que detrás de ellos muchas veces hay intereses espúreos,
económicos, espirituales y psicológicos. Que la ciencia no es ni será nunca neutral.
Que los 
grandes luchadores y precursores de la medicina siempre fueron las “ovejas negras”, los desacreditados de los círculos académicos y sociedades médicas internacionales.
También aprendí que los médicos no somos dioses, sino seres humanos con un gran
egocentrismo, montados en un caballo de arena, muchas veces con poca lucidez y
sensibilidad para entender el sufrimiento humano, que nos aterra la muerte de nuestros
enfermos porque no nos han educado para afrontarla, que no estamos preparados para
acompañarlos hasta el final de sus días. Que confiamos a priori que todo lo podemos
resolver recetando tal o cual medicamento, a veces el más nuevo y consecuentemente el
más caro, que exponemos a nuestros pacientes a interacciones medicamentosas y
efectos 
colaterales que terminan creando una nueva enfermedad.
Que muchos no son movidos por un profundo y legítimo amor a la medicina sino por
una insaciable ansias de poder y dinero, con sesgos autoritarios e intolerantes cuando
son 
cuestionados por sus propios enfermos.
Que piensan desacertadamente que son los dueños de la verdad y lo que es más grave
aún, 
de la vida y de la muerte.
No reniego, ni renegaré nunca de las maravillas de la medicina convencional, de sus
avances e investigación y utilizo todos sus estudios de diagnósticos si amerita hacerlo.
Pero se ha quedado a mitad de camino, ya no es una respuesta para la totalidad de los
problemas que debemos enfrentar. Hemos incorporado más y más tecnología, hemos
perdido el sentido de nuestra arma principal que es la clínica médica delegándola a
estudios 
cada vez más caros y sofisticados a los que no todos pueden acceder. 
Somos un ejército de empleados de las grandes corporaciones y laboratorios multinacionales que utilizan como banco de pruebas nuestros países pobres de los distintos continentes.
¡Hemos perdido el norte de nuestro juramento Hipocrático!
Por eso adhiero y soy una apasionada de la medicina homeopática, reivindico a ultranza
la 
relación médico - paciente, la comunicación humana, sin perder mi visión médica.
Mi consultorio aunque más moderno tiene aquel dejo nostálgico del recordado Dr.
Ibáñez, 
con sus sillones cómodos, el hogar prendido en los días de invierno, mi perrita caniche que siempre me acompaña en las consultas, los videos de música para que la gente mire algo agradable y se relaje mientras espera, una secretaria amable que los invita con un café en las frías tardes de invierno o algo fresco en los agobiantes días de verano. Mis pacientes tiene nombre y apellido, pero yo los conozco por sus nombres de pila, conozco sus familias y mi teléfono siempre está prendido para cualquier emergencia.
Esta es la medicina y el consultorio que soñé. Mi primer pequeño y humilde libro se llama
así “Mi consultorio”, porque lo escribí para ellos y para ellos seguiré escribiendo.
Los títulos y diplomas son necesarios pero no pueden ser mi presentación, porque más
allá 
de ellos mi nombre es Graciela Hautvenne y soy un ser humano más que ama y disfruta de esta noble profesión que Dios puso en mi camino y en mis manos.